Quería yo iniciar esta reseña con el significado que el diccionario de la RAE da a esta palabra que pone título a esta novela, porque me parece perfectamente escogida para reducir a ella todo el libro, sin embargo no aparece en este diccionario, ni en el de María Moliner ni en el de Manuel Seco lo cual se presenta como un misterio, ¿acaso no pertenece al léxico castellano? Al final la encuentro en Internet (¡cómo no!) donde sí aparece la definición de la RAE (???): “Desigualdad del tiempo” y como locución “a la intemperie”: “A cielo descubierto, sin techo ni reparo alguno”.
Empecemos.
A la intemperie más absoluta se encuentra este niño que un día decide escaparse
de su casa y de su pueblo huyendo del horror que sufre allí. No sabemos nada de
él, nada que lo individualice, ni a él ni a todo lo que le rodea: ¿cómo se
llama?, ¿cuántos años tiene?, ¿cuál es su pueblo?, ¿en qué año se desarrolla
todo?, ¿cuánto tiempo se nos narra?...Habría un sinfín de preguntas pero todas
quedarían sin respuesta, quizá porque todo eso sea lo de menos y porque desde
luego se gana en universalidad en el tiempo y en el espacio.
Un
niño ha escapado de su infierno personal. Lo hace con un pequeño zurrón en el
que ha metido apenas un poco de comida. Huye de su pueblo, de su familia, de
todo lo que le rodeaba, y cuando comienza la escapada huye también de sus
perseguidores: unas alimañas al frente de las cuales se sitúa el “alguacil”, un
tipo que, -con el permiso servil del padre del niño-, lo ha estado sodomizando
salvaje y sistemáticamente. Lo que vamos sabiendo se produce en un lento
proceso en el que nunca se explicita casi nada, pero en el que el lector va
percibiendo poco a poco lo que ha sido la realidad de este niño: una familia
con un padre brutal que sólo maneja el lenguaje de la correa y los golpes, el
continuo maltrato al que somete a su mujer y a su hijo (no sabemos si hay más
hermanos); un medio hostil; un pueblo semiabandonado, -no sabemos dónde-, en el
que por una pertinaz sequía, apenas quedan unas pocas familias que sobreviven
bajo el imperio del aguacil, que hace y deshace a su antojo; una comunidad
social y familiar regida por la incultura, la brutalidad, la miseria...Sabremos
que fue el padre quien, -suponemos que a cambio de dinero-, llevó al hijo ante
el alguacil aun sabiendo para qué...Así, un día el niño decide escapar sin saber
lo que le espera apenas unos metros más allá de los confines del pueblo: un
paisaje desolador destruido por la sequía en el que se ha instalado la muerte,
el hambre, la soledad, el sol abrasador...y el alguacil y sus secuaces
persiguiéndole. Se encuentra a un cabrero, ya muy anciano, que sobrevive como
puede en el páramo inhóspito, que va caminando con un asno, un perro y unas
cuantas cabras, de cuya leche se alimenta. Los dos se ayudarán mutuamente para
conseguir salir de esa llanura infinita y árida. Suponemos que el viejo también
tiene alguna cuenta pendiente con el alguacil y, aunque de manera tosca y dura,
decide ayudar al niño hasta el extremo de ocultarle cuando aquél los encuentra
por lo que recibe una paliza que, a la larga, será mortal. Pero antes, en una
escena en que dan ganas de aplaudir, el cabrero consigue matarle y librar así
al niño para siempre de esa pesadilla. En la huida de ambos, el niño se
convertirá en sus manos y en su fuerza, el viejo se empeñará en enseñarle para
que pueda sobrevivir cuando él falte y a la vez le transmite una serie de
valores, que suenan extraños en ese mundo descrito. Efectivamente, una mañana
el viejo aparece muerto y el niño, ya completamente solo, sigue huyendo hacia
el norte, hacia la esperanza, después de haberle dado cristiana sepultura como
él le había pedido.
Hay
en esta novela ecos evidentes, clarísimos, de La carretera , de Cormac McCarthy, quizá demasiados...En ambas: un
mundo desolado donde reinan la violencia y la muerte; un niño, metáfora clara
del ser humano, y un adulto, unidos por lazos afectivos que huyen de esa
locura; la muerte del adulto que deja al niño en soledad absoluta pero sabiendo
hacia dónde tiene que ir y que simboliza la esperanza en el ser humano; la
ausencia de nombres, fechas, lugares...que permiten, como apuntábamos antes, una
amplísima interpretación de la narración; el desarrollo de ambas acciones “a la
intemperie”.
La
narración es dura pero en muchos momentos de un gran lirismo y siempre con una
fuerza que conmueve al lector. Tiene, además, un léxico muy rico y rotundo con
palabras ya casi en desuso: mechinales, maular, muflones, sirga, egagrópilas,
barboquejos, matacán, apersogado, zurear, siluros...Léxico muy cercano al mundo
rural, desconocido para el lector.
Los
diálogos son escasos y parcos, de modo que lo que vamos sabiendo acerca del
pasado, -que explica, desde luego, el presente narrativo-, se debe a las
incursiones que el narrador hace al mundo interior del niño donde percibiremos
más que veremos, el origen de su miedo y las causas de su huida. Cuando
llegamos al final ya lo sabemos casi todo, al menos casi todo lo que importa.
Muy
interesante el tratamiento del paisaje que, interactuando con los personajes,
se convierte en otro más y, además, tan importante que tratado de otra forma el
resultado sería bien distinto.
Magnífica
primera novela del autor.
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