miércoles, 8 de febrero de 2017

CARRASCO, Jesús, Interperie, Seix Barral, Barcelona




   Quería yo iniciar esta reseña con el significado que el diccionario de la RAE da a esta palabra que pone título a esta novela, porque me parece perfectamente escogida para reducir a ella todo el libro, sin embargo no aparece en este diccionario, ni en el de María Moliner ni en el de Manuel Seco lo cual se presenta como un misterio, ¿acaso no pertenece al léxico castellano? Al final la encuentro en Internet (¡cómo no!) donde sí aparece la definición de la RAE (???): “Desigualdad del tiempo” y como locución “a la intemperie”: “A cielo descubierto, sin techo ni reparo alguno”.

   Empecemos. A la intemperie más absoluta se encuentra este niño que un día decide escaparse de su casa y de su pueblo huyendo del horror que sufre allí. No sabemos nada de él, nada que lo individualice, ni a él ni a todo lo que le rodea: ¿cómo se llama?, ¿cuántos años tiene?, ¿cuál es su pueblo?, ¿en qué año se desarrolla todo?, ¿cuánto tiempo se nos narra?...Habría un sinfín de preguntas pero todas quedarían sin respuesta, quizá porque todo eso sea lo de menos y porque desde luego se gana en universalidad en el tiempo y en el espacio.

   Un niño ha escapado de su infierno personal. Lo hace con un pequeño zurrón en el que ha metido apenas un poco de comida. Huye de su pueblo, de su familia, de todo lo que le rodeaba, y cuando comienza la escapada huye también de sus perseguidores: unas alimañas al frente de las cuales se sitúa el “alguacil”, un tipo que, -con el permiso servil del padre del niño-, lo ha estado sodomizando salvaje y sistemáticamente. Lo que vamos sabiendo se produce en un lento proceso en el que nunca se explicita casi nada, pero en el que el lector va percibiendo poco a poco lo que ha sido la realidad de este niño: una familia con un padre brutal que sólo maneja el lenguaje de la correa y los golpes, el continuo maltrato al que somete a su mujer y a su hijo (no sabemos si hay más hermanos); un medio hostil; un pueblo semiabandonado, -no sabemos dónde-, en el que por una pertinaz sequía, apenas quedan unas pocas familias que sobreviven bajo el imperio del aguacil, que hace y deshace a su antojo; una comunidad social y familiar regida por la incultura, la brutalidad, la miseria...Sabremos que fue el padre quien, -suponemos que a cambio de dinero-, llevó al hijo ante el alguacil aun sabiendo para qué...Así, un día el niño decide escapar sin saber lo que le espera apenas unos metros más allá de los confines del pueblo: un paisaje desolador destruido por la sequía en el que se ha instalado la muerte, el hambre, la soledad, el sol abrasador...y el alguacil y sus secuaces persiguiéndole. Se encuentra a un cabrero, ya muy anciano, que sobrevive como puede en el páramo inhóspito, que va caminando con un asno, un perro y unas cuantas cabras, de cuya leche se alimenta. Los dos se ayudarán mutuamente para conseguir salir de esa llanura infinita y árida. Suponemos que el viejo también tiene alguna cuenta pendiente con el alguacil y, aunque de manera tosca y dura, decide ayudar al niño hasta el extremo de ocultarle cuando aquél los encuentra por lo que recibe una paliza que, a la larga, será mortal. Pero antes, en una escena en que dan ganas de aplaudir, el cabrero consigue matarle y librar así al niño para siempre de esa pesadilla. En la huida de ambos, el niño se convertirá en sus manos y en su fuerza, el viejo se empeñará en enseñarle para que pueda sobrevivir cuando él falte y a la vez le transmite una serie de valores, que suenan extraños en ese mundo descrito. Efectivamente, una mañana el viejo aparece muerto y el niño, ya completamente solo, sigue huyendo hacia el norte, hacia la esperanza, después de haberle dado cristiana sepultura como él le había pedido.

   Hay en esta novela ecos evidentes, clarísimos, de La carretera , de Cormac McCarthy, quizá demasiados...En ambas: un mundo desolado donde reinan la violencia y la muerte; un niño, metáfora clara del ser humano, y un adulto, unidos por lazos afectivos que huyen de esa locura; la muerte del adulto que deja al niño en soledad absoluta pero sabiendo hacia dónde tiene que ir y que simboliza la esperanza en el ser humano; la ausencia de nombres, fechas, lugares...que permiten, como apuntábamos antes, una amplísima interpretación de la narración; el desarrollo de ambas acciones “a la intemperie”.

   La narración es dura pero en muchos momentos de un gran lirismo y siempre con una fuerza que conmueve al lector. Tiene, además, un léxico muy rico y rotundo con palabras ya casi en desuso: mechinales, maular, muflones, sirga, egagrópilas, barboquejos, matacán, apersogado, zurear, siluros...Léxico muy cercano al mundo rural, desconocido para el lector.

   Los diálogos son escasos y parcos, de modo que lo que vamos sabiendo acerca del pasado, -que explica, desde luego, el presente narrativo-, se debe a las incursiones que el narrador hace al mundo interior del niño donde percibiremos más que veremos, el origen de su miedo y las causas de su huida. Cuando llegamos al final ya lo sabemos casi todo, al menos casi todo lo que importa.

   Muy interesante el tratamiento del paisaje que, interactuando con los personajes, se convierte en otro más y, además, tan importante que tratado de otra forma el resultado sería bien distinto.


   Magnífica primera novela del autor.

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