domingo, 19 de febrero de 2017

MÉNDEZ, Alberto, “Los girasoles ciegos”, Anagrama, Barcelona, 2005.





PRIMERA DERROTA.1939. “Si el corazón pensara dejaría de latir” 

   El Capitán Alegría se ha dedicado durante los tres años de la guerra a la intendencia de las tropas alzadas contra la República. Era hijo de unos hacendados de Burgos y había estudiado Derecho. Se unió en 1936 al ejército sublevado y su guerra fue estibar, distribuir, ordenar, repartir y administrar todo lo precisó para que otros mataran. El último día de la guerra, cuando el Comité de Defensa de Madrid estaba a punto de rendirse, él escribe este último parte de intendencia: “Hecho el recuento de existencias, todo cuadra cabalmente con los estadillos adjuntos, todo menos el oficial que esto firma, que se considera a sí mismo un círculo cuadrado, un espíritu metálico, que, abominando de nuestro enemigo, no quiere sentirse responsable de su derrota. Firmado Carlos Alegría, Capitán de Intendencia...” (p.22). A continuación, el Capitán Alegría se entrega a la República. Fue tachado de imbécil por unos y de traidor y desertor por otros. Fue juzgado y condenado después de haber confesado que “los defensores de la República hubieran humillado más al ejército de Franco, rindiéndose el primer día de la guerra que, resistiendo tenazmente, porque cada muerto de esa guerra, fuera del bando que fuera, había servido sólo para glorificar al que mataba. Sin muertos, no habría gloria, y sin gloria, sólo habría derrotados” (p.15). Le llevan a un pelotón de fusilamiento pero la bala le roza “el cráneo, abriendo una profunda herida casi hasta la nuca, sin romper la calavera” (p. 31) y cuando recobró el conocimiento estaba en una fosa común rodeado y sepultado por muertos. Cuando le apresan recorre varias cárceles hasta que en una de ellas, le arrebata el fusil a un carcelero y se suicida. 

SEGUNDA DERROTA. 1940. “Manuscrito Encontrado en el olvido” 

   Una breve introducción nos cuenta cómo fue encontrado en 1940 en los Altos de Somiedo el cadáver de un hombre adulto y el de un niño de pecho sobre unos sacos de arpillera sobre un jergón, y cómo en 1952 fue encontrado este manuscrito. Inmediatamente después se nos reproducen las páginas del mismo en el que un hombre nos va contando que está escondido en una braña al lado de un niño de pecho y del cadáver de una mujer. Iremos descubriendo que ambos huían camino de Francia y que ella, -Elena-, estaba embarazada. Había muerto en el parto. Él está bloqueado por la ausencia y por la presencia. Consigue mantener vivo al niño a base de la poca leche que da una vaca enferma y de sopas que hace con hierbas y algunas interioridades de algún animal que mata. Va contado su historia con un gastado lápiz sobre un cuaderno de hule. Va contando cómo ambos, -padre e hijo-, sobreviven de una manera escalofriante hasta que el niño enferma y muere. Las últimas páginas se llenan con el nombre que le ha puesto: Rafael, y en la última, escrito con un tizón se lee:” infame turba de nocturnas aves”. 

   Se cierra la narración con una nota del editor en la que explica que en 1954 consiguió esclarecerlo todo. Él se llamaba Eulalio Ceballos Suárez, tenía 18 años y una enorme afición por la poesía. Con sólo 16 años había huido a la zona republicana para unirse al ejército que perdió la guerra y ... “ésa no es edad para tanto sufrimiento”. De ella, de Elena, no sabremos nada hasta la última parte del libro. 

TERCERA DERROTA.1941. “El idioma de los muertos” 

   Juan Serna era estudiante de medicina y profesor de chelo antes de que estallara la guerra. Al acabar ésta, fue uno de tantos republicanos encarcelados y sometidos a aquella ficción de juicios, pero nuestro protagonista va salvando día a día la vida por haber conocido al hijo del Coronel Eymar que es quien le interroga. Él y su mujer no saben nada del hijo salvo que fue fusilado por los republicanos. Juan Serna se da cuenta de que su vida depende de lo que diga del hijo así que empieza a “fabricar” un individuo que nada tuvo que ver con el real pero que emociona a la madre quien, a cambio, le regala algún jersey y algún bocadillo. Juan Serna ve cómo día a día sus compañeros van cayendo, va soportando el frío, el hambre, las humillaciones...Un día asiste a un extraño espectáculo: un compañero de celda que no hablaba con nadie, le arrebata el fusil a uno de los carceleros y se descerraja un tiro delante de todos. Escribe a su hermano aunque sabe que la carta nunca le llegará y se hace amigo de un chaval de tan sólo 16 años, -Eugenio-, que le cuenta su vida y que le produce la ternura que él creía olvidada. Hasta que un día, Eugenio encabeza la lista de los que morirán a continuación. Lloró con todas sus fuerzas y dejó de luchar. Cuando el Coronel Eymar vuelve a llamarle para un nuevo interrogatorio, se siente enfermo y con ganas de morir y ante la esposa del Coronel vomitó toda la verdad sobre su hijo: “...que fue justamente fusilado porque (...) fue un criminal, no de guerra sino de baja estofa, ladrón, asesino de civiles para robarles y venderlo después de estraperlo, (...)traidor a sus compinches, (...) Pero afortunadamente de nada le había servido ser un cobarde porque, al final, había sido condenado a muerte por un tribunal justo y ejecutado por un pelotón aún más justo. Y no fue heroica su muerte, yo –en esto mintió- estaba presente mandando el pelotón que le ejecutó. Se cagó en los pantalones, lloró, suplicó que no lo matáramos, que nos diría más cosas sobe las organizaciones leales a Franco (...) fue una mierda y murió como lo que era. Todo lo que les he contado hasta ahora es mentira. Lo hice para salvarme pero ya no quiero vivir si eso le produce alguna satisfacción. Ahora quiero irme” (p.100). Así firmaba su sentencia de muerte. Dos días después fue el primero de la lista, sólo le consoló algo pensar que de la cara del Coronel Eymar desaparecería para siempre la mueca de satisfacción impune y “sólo dejó de odiar cuando pensó en su hermano”. 

CUARTA DERROTA. 1942. “Los girasoles ciegos” 

   Se narra ésta desde tres perspectivas: una tercera persona, narrador más o menos omnisciente, y dos primeras de dos de los protagonistas: un diácono, que lo hace en forma epistolar dirigiéndose a un superior al que le cuenta lo ocurrido el mismo día en que se produce ese final, y el que en ese momento era un niño y que lo recuerda desde su madurez. A cada perspectiva le corresponde una tipografía con lo que la lectura no plantea ninguna dificultad. 

   En 1942, en Madrid, un republicano, profesor de lengua y literatura en un Instituto, se oculta en su casa mientras su mujer y su hijo dicen a todo el mundo que ha huido. Llevan una miserable vida presidida por la obsesión de que nadie le descubra y organizando la huida de los tres. Tienen otra hija, -Elena-, de 16 años que huyó antes con su novio poeta, de la que no saben nada pero confían en que llegaron a su destino (el lector sí sabe, sin embargo, que la joven había muerto en 1940 en una braña de Asturias mientras daba a luz a su hijo, lo mismo que sabe que el hijo y el novio morirían poco después). Lo van sobrellevando hasta que entra en escena un rijoso diácono que había combatido en el “Glorioso Ejército Nacional” y que cuando, en el colegio al que va el niño y en el que él da clases esperando recibir las órdenes mayores, conoce a Elena, -la madre-, se va enamorando de ella en un repulsivo proceso que nos recuerda mucho al de Fermín de Pas en “La Regenta”. Ella se da cuenta y deja de ir al colegio. La situación, por otro lado, se hace insostenible porque el marido, que se pasa horas escondido en un armario, está perdiendo la dignidad y las ganas de vivir. Así las cosas, aceleran los preparativos y venden lo poco que les queda pero un día se presenta en la casa el diácono, -el hermano Salvador-, interesándose por el niño. Entró como una exhalación llamándole y a los pocos minutos estaba en la cocina, en el suelo, a horcajadas sobre Elena, intentando violarla. El niño ve cómo su padre se abalanza sobre él, pero éste se zafa y estupefacto pregunta al niño quién es ese hombre. “Es mi padre, hijo de puta (...) y corrió junto a Elena que acababa de romper en un llanto agónico y caminaba a gatas para socorrer a su marido” (p.153). Fue entonces cuando el hermano Salvador comienza a dar gritos reclamando a la policía. Ricardo, -el padre-, logra levantarse a duras penas y llegar hasta el alfeizar de una ventana desde la que se arroja después de mirar a su mujer y a su hijo con una triste sonrisa. 

   Cuatro dramáticas historias, engarzadas narrativamente, que resultan escalofriantes. El horror, el miedo, el hambre, el sufrimiento...están presentes en todas ellas. Las cuatro pertenecen a los perdedores, y aunque se ha dicho que los hubo en los dos bandos, dejo de ser objetiva para afirmar que éstas las siento más, sobre todo porque tres de ellas se desarrollan en el marco de la represión fascista de la posguerra y ahí sí que sólo hubo unos perdedores. 

   Se percibe en Alberto Méndez una infinita ternura además de un gran respeto hacia sus personajes, hacia esos perdedores que dieron su vida en nombre de su dignidad y de sus ideas. Algunos tienen las cosas claras: el Capitán Alegría, el profesor de literatura, el sargento Juan Serna..., otros son sólo unos niños que se vieron atrapados sin saber cómo en esa locura de horror y muerte: Eulalio Ceballos y su novia Elena o Eugenio, el compañero de cárcel de Juan Serna. En cuanto a los otros, los vencedores, se dice poco o porque no interesa o porque su ignominia se da por supuesta, aunque de algunos sí se habla con detenimiento como el hermano Salvador, rijoso que esconde su lascivia bajo una capa apostólica y católica, o el coronel Eymar que, gracias a la dignidad y la muerte de Juan Serna, vivirá el resto de su vida como lo que es, un miserable verdugo. 

   En fin, preciosa, tierna y dura novela que pone el alma del lector al descubierto.


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