martes, 10 de enero de 2017

VANN, David, Caribou island, Mondadori, Barcelona, 2011





   Desolador y dramático en su final el desarrollo de la historia del matrimonio formado por Irene y Gary.
         
   Universitarios y hippies en su juventud, abandonan California para instalarse en un lago (Skilak) cerca de la pequeña ciudad de Soldotna, en Alaska. Se hace todo a instancias de Gary, buscando la autenticidad y el origen de no se sabe muy bien qué. Llevan allí más de treinta años y tienen dos hijos, Rhoda y Mark.
         
   Gary es un tipo egoísta, insatisfecho, autodestructivo, que al cabo de tanto tiempo concibe la idea de construir él mismo, con la ayuda de Irene, una cabaña en una isla del lago Skilak. Para él es un reto y con él quiere iniciar una nueva vida en un medio aún más grandioso y solitario con el que parece querer medirse: “Desde que era adulto, había vivido casi siempre en el exilio, en Alaska (...) y sintió deseos de experimentar lo más duro que el temporal pudiera depararle. Quería que llegasen pronto las nevadas: quería sufrir. Quería pagar un precio. Venga, hija de la gran puta, le chilló a la tempestad (...) La barca machacada por el oleaje, golpeada contra las rocas, pero era de aluminio, por desgracia sobreviviría. Mejor si hubiera sido de madera y estuviera destrozada, la quilla rota, así no podrían salir de la isla; mejor si la isla estuviera deshabitada, así nadie podría acudir en su ayuda. Gary quería sentirse desolado, a solas, ni siquiera con Irene por testigo. Quería que ella desapareciera, que se esfumara, que no hubiera existido nunca. Mujer amargada, de morros en la tienda, pergeñando castigos peores que cualquier temporal. (...) Permaneció de pie sobre la plataforma, balanceándose y recuperando el equilibrio con cada nueva ráfaga, sujetándose en la madera con la mano izquierda. Sujetando clavos con los dientes, otros más en el bolsillo. Sabor a acero galvanizado. Brazos y hombros como cuerdas ahora, fuertes y curtidos por el trabajo, llevaba mucho rato fuera. Los músculos una manera de recordar, un retorno, el duro trabajo como único solaz. Y así pasó horas, dándole al martillo, cortando más troncos, serrando los extremos antes de colocarlos en su sitio, más clavos. Tacos remetidos debajo, las paredes más o menos aplomadas, le daba igual si no lo estaban del todo. La plataforma convertida en jaula, en escenario de batalla”. (pp.180-181). Le iremos conociendo muy pronto tanto por lo que él dice como por lo que dicen de él: “Gary era, por encima de todo, un hombre impaciente: impaciente consigo mismo, con el cariz que había tomado su vida, impaciente con su pasado, impaciente con su mujer y sus hijos y, por supuesto, impaciente con todos los pequeños detalles, cualquier cosa que no se hiciera correctamente, el clima que no cooperaba. Una impaciencia pertinaz que Irene había soportado durante treinta años, un elemento que ella respiraba a diario” (p.11). Y efectivamente, se produce una lucha entre Gary y ese medio salvaje y hostil, con temperaturas bajo cero, con tempestades y nevadas..., ahí está construyendo una fea y mísera cabaña a la que califica de hogar aunque al final cuando ya la ha terminado piensa: “Lo que tenía delante era, sin ninguna duda, la cabaña más fea que había visto jamás, un engendro, algo mal concebido y mal construido de principio a fin. La exteriorización de cómo había enfocado su vida, pero no de lo que él podía haber sido. Esa forma externa más auténtica se había perdido, no había tenido lugar, pero Gary ya no estaba triste, ni siquiera sentía rabia. Eso era así. Por fin lo había comprendido” (p.260).
         
   Irene es mudo testigo de todo esto. Ella tiene también sus demonios: el suicidio de su madre, -cuando el padre las abandonó por otra mujer-, y, sobre todo, la vida al lado de un hombre que nunca la ha querido y que va a abandonarla cuando pase esta locura de la cabaña. “Le sacaba de quicio haber tenido que cuidar de Gary durante treinta años. El peso de sus quejas, de su impaciencia, de sus fracasos y, a cambio, el de su ausencia. ¿Cómo podía ella haber aceptado todo eso?" (p.165)
         
   Con muchas limitaciones materiales y torpeza Gary empieza a construir la cabaña en medio de todo tipo de adversidades: “Él se quedó tumbado y contempló el nailon azul, por el que se filtraba algo de luz. El movimiento, para volverse loco; el sonido, indescriptible. Como estar en medio de un huracán. Era fácil empezar a sentir miedo, estando allí, aunque no pasara nada. La tienda no iba a venirse abajo. La tormenta no se les iba a colar dentro. Estaban en lugar seguro. Pero mucho tiempo dentro de aquel espacio reducido, y uno empezaba a creer cualquier cosa, a sentir que el fin se aproximaba. El pánico no necesitaba excusas, con el nailon y el viento era suficiente. Qué endeble era el cerebro (...) Después se metió unos clavos en la boca. Taquitos de acero como postre, se dijo a sí mismo. Le gustaba estar fuera otra vez, encorvado contra el viento martillo en mano. Como un vikingo que encarara una tempestad sin otra cosa que unas pieles, una espada y un escudo. O tal vez un martillo de guerra, un palo con un lingote grande de hierro en un extremo. Habría podido hacerlo. Habría sido fuerte y recio para eso. Días o incluso semanas remando, salpicados constantemente por el oleaje, esperando ver tierra firme”. (pp.182-183). Trabaja de una manera obsesiva y compulsiva. Irene, mientras, va desarrollando unas terribles jaquecas cuyo origen los médicos no aciertan descubrir y que preocupan mucho a Rhoda y menos a Gary quien, egocéntrico hasta la médula,  piensa que le está castigando. Instalan un par de tiendas de campaña y así se encuentran como él quería, incomunicados, aislados de todos y a merced de una naturaleza implacable. “Gary no había contemplado la ruina de su propia vida, no había entendido todavía el ansia absoluta de algo semejante a la aniquilación. El deseo de comprobar qué es capaz de hacer el mundo, de ver si uno logrará aguantar, de ver, en definitiva qué tiene uno dentro cuando lo destrozan. Y en ese aniquilamiento, en ese ser vapuleado, una suerte de dicha, de felicidad y dicho anhelo consistente en enfrentarse a lo peor, en la discreta esperanza de que la siguiente ola sea más grande aún. Gary tiritaba, pero sintió el deseo de enfrentarse a los elementos de manera más pura. Se echó la capucha hacia atrás, se bajó la cremallera de la chaqueta impermeable, se la quitó y la dejó a sus pies sobre la hierba. Una fuerte ráfaga de viento le arrebató de golpe todo el calor. Se quitó el jersey y después la camisa. El pecho al descubierto, alzó los brazos hacia la tormenta y chilló al viento y a la nieve, enloquecido. Loco, pero vivo, pensó, preguntándose si lo que esperaba era algo así como un renacer, una redención”. (p206).
         
   Mediada la novela, las disputas van siendo cada vez más frecuentes, Irene sigue con sus terribles jaquecas que la paralizan aunque se ve obligada a ayudar a su marido en su absurdo proyecto. Las escenas entre ellos van dando buena cuenta de la falta de amor entre ellos, de sus soledades individuales, de su rencor al otro y de, también, ciertos trastornos de conducta:
         
   “Hago lo que puedo, Gary. Estoy construyendo tu cabaña a oscuras. No he comido nada desde los cereales del desayuno.
   Mi cabaña, ¿eh?, dijo Gary. ¿Lo ves? A eso me refería. Desde que estamos juntos todo ha sido culpa mía. Tú no tenías elección. No es culpa tuya que no tengas amigos. Eres una marginada, te enteras, por eso no tienes amigos.
   Basta, Gary, por favor.
   No, creo que me está gustando. Creo que le voy a hincar el diente a la cosa.
   Irene se echó a llorar. No era su intención, pero no pudo evitarlo.
   Eso, llora hasta que te hartes, dijo Gary. De no ser por ti ya me habría largado de este sitio. Incluso podría haber conseguido ser profesor. Pero tú quisiste tener hijos, y luego a mí me toco mantenerlos, construir más habitaciones en la casa. Me vi atrapado en un tipo de vida que no era mi rollo. Construir barcas y pescar. Yo estaba trabajando en una disertación, ¿sabes? Se suponía que eso era lo que estaba haciendo.
   La injusticia superó a Irene. Era incapaz de hablar. Se postró de rodillas en el suelo y lloró.
   Mal de muchos, consuelo de tontos, dijo Gary. Y tú te empeñabas en arrastrarme contigo cuesta abajo. Eres una arpía. Siempre estas juzgando, no lo dices, pero lo piensas. Gary no sabe lo que hace. Gary no ha planificado una mierda, no ha pensado bien las cosas. Tú siempre a punto para dictar sentencia. Una arpía, ya digo.
   Y tú un monstruo, dijo Irene.
   ¿Lo ves? Soy un monstruo. Yo soy el puto monstruo. (p.249)
         
   Después de esta noche se produce el final absolutamente dramático. A la mañana siguiente, cuando Gary está dispuesto a pedirle disculpas por todo lo dicho, Irene ha salido muy pronto a dar un largo paseo por la isla. Ha llevado su arco con flechas. Busca el agotamiento pero no lo consigue. Su mente va desvariando y pergeñando el siguiente paso. Vuelve y sin mediar palabra dispara primero una flecha y después otra sobre Gary quien cae muerto en el suelo de la cabaña. Después, tras prepararlo cuidadosamente, se colgará de una madera del techo. Esta será la escena que se encuentre Rhoda cuando llegue para regalarles un teléfono vía satélite que les ha comprado. La historia, pues, se repite.
         
   Paralelamente se nos ha ido contando las vidas de sus hijos: Mark, egoísta, con problemas de drogas, viviendo en condiciones miserables con su mujer, Karen; se desentiende de sus padres y no parece ser un hijo deseable. Rhoda es la hija, tiene treinta años, responsable y preocupada por sus padres, especialmente por la enfermedad de Irene. Vive con Jim y van a casarse. Él es un dentista con una buena posición, que no la quiere, que le es infiel, que sólo piensa en el sexo y que está con ella porque le resulta cómodo. Rhoda empieza a sospechar que a lo mejor no es el hombre adecuado para ella, pero le atrae su posición económica y la seguridad que le brinda. Así, parece que Rhoda va a repetir en muchos aspectos la historia de su madre.
         
   Dura novela, con unos personajes que tienen una existencia truncada y vacía, como Karen, Mark, Jim o Monique (la jovencita de buena familia, de vacaciones en Alaska que llega a pedirle dinero a Jim para acostarse con ella) o atormentada como Gary e Irene. Todos ellos son egoístas, mentirosos, infieles...ninguno es inocente del todo (ni siquiera Irene o Rhoda); son cobardes y afrontan la vida desde posturas vacías o absurdamente grandilocuentes, como el propio Gary.
         
   Muy conseguida resulta la interacción entre personajes y medio ambiente. Esos poblachones, -ni siquiera ciudades-, de Alaska, donde no hay la más mínima estética y donde sus gentes resultan frías, distantes, sin ningún mundo interior...supervivientes y poco más. Mientras, fuera del entorno urbano, nos encontramos una naturaleza grandiosa e implacable que se convierte probablemente en el mejor personaje de la novela ante el que sucumben, de una forma u otra, todos los demás.

   El estilo escueto, directo, resulta implacable porque así se alía con el dramatismo de lo que está narrando. Léxico preciso, sintaxis sencilla. No es necesario el alarde verbal.

   El libro te va atrapando poco a poco y el desenlace desolador y terrible deja el alma encogida.

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